Existe un tipo de persona que se precia de haber viajado mucho y haber conocido muchas culturas. Suele ser un tipo (y aquí el género no marcado parece no doler) que rellena las hojas del pasaporte como quien cumplimenta tal o cual trámite burocrático cada cierto tiempo. Sin embargo, el verbo ‘conocer’ no es baladí, y de las varias acepciones que nos ofrece el diccionario de la RAE, me quedo con la asociada al derecho, que reza así: “actuar en un asunto con facultad legítima para ello”. Si algo tengo claro sobre el erudito del aeropuerto es que no tiene legitimidad ninguna para afirmar que conoce un país hasta que no se dedica a pagar ciertos impuestos ligados a la vida cotidiana del lugar donde sienta el culo. En Escocia, no hay mejor ejemplo de esto que el council tax.
Cuando alguien deja de pagarlo, solo puede significar que el susodicho vive fuera de la legalidad, que es estudiante (que viene a ser lo mismo, pero sin tener que esconderse) o que se ha marchado del lugar donde se aplica el impuesto. Desgraciadamente, estoy ya lejos de las dos primeras opciones y es probable que la persona que esté leyendo esto sepa de mi condición de repatriado, así que felizmente he dejado de contribuir al erario público de Dundee. Sin embargo, no quisiera enfrascarme en la mera consecuencia y anécdota del council tax, y sí relatar algunas diferencias que percibo tras mi vuelta entre la vida que se desarrollaba alrededor de mí en Escocía y la que lo hace con más sol en España, en Valladolid.
No echo de menos la tartana de Stagecoach ni la imprudente velocidad de los conductores de semejantes tostadoras con ruedas. El paisaje de ida y vuelta a St Andrews es cercano a lo bucólico hasta la septuagésima vez que lo realizas, pero como es habitual que suceda algún percance en el trayecto, las posibilidades de que el autobús varíe su ruta son altas. Por suerte, dependía de este medio de transporte y no del tren para llegar a tiempo de dar mis clases de español; ¿St. Andrews necesita tren? Cuando arribé la institución, esta parecía ser una queja habitual de los estudiantes y usufructuarios del pueblo, pero a mí, hoy en día, solo me parecería otra opción sobre la que discutir la precaria situación del huelguista en el país.
No echo de menos la temperatura a la que te sirven el café, aunque sí el tamaño. Estas dos magnitudes no sé si son proporcionales en Escocia o Reino Unido en general, pero la diferencia (también en el precio, pero a la inversa) entre lo de allá y lo de acá es abismal. No me extraña que el extranjero que deambula entre Esgueva y Pisuerga se decante por el desangelado aspecto de un Coffee Charger para insuflarse su dosis de cafeína. Por cierto, antes de Escocia, esta era la razón por la que tomaba café, como si de un estupefaciente necesario se tratara. Sin embargo, hoy en día, puedo decir que bebo café (aunque sea una auténtica bazofia torrefacta), y esto se lo debo a la tierra de Robert de Bruce.
A colación de este personaje, se me ocurre algo que también ha cambiado profundamente tras pagar el council tax: mi percepción de la historia de Escocia. No era tan limitada como la de un español medio (que probablemente la reduzca a Mel Gibson haciendo un ‘calvo’), pero tras tres años y medio puedo asegurar que el personaje encarnado por el actor de Hollywood se ha llevado más fama que el otro que he mencionado en el final del anterior párrafo, y creo que no es justo.
Enlazando con esto, echo de menos el trato nacional que se hace de la propia historia y de los símbolos y representaciones. Con motivo del aniversario de la batalla de Villalar, cada 23 de abril se celebra en mi región, Castilla y León, el día de la comunidad. En resumidas cuentas, se conmemora la derrota (atención al concepto) de la insurrección de los comuneros frente a la casa de los Austria en el año 1521. Como existe Wikipedia, no explicaré más, pero sí quiero dejar claro que, si los castellanos fuéramos escoceses, esta celebración no sería ni tibia ni partidista, sino todo un orgullo y una buena excusa para regar de jolgorio cada rincón de la región, y no solo un pequeño pueblo.
Y si hablamos de regar, por supuesto que echo de menos las pintas. Añoro hasta los grasientos pub classic y no me digan por qué. Habituado al ritmo adecuado de ingesta de una buena Tennent’s, ahora los tercios de Estrella Galicia se me hacen largos, siendo su contenido bastante menor, y tampoco entiendo la razón. Quizás sea el ambiente que rodea a todo eso. En mi esfuerzo por continuar con algo de mi vida allá, los jueves me voy a jugar un pub quiz a la vez que tumbo pintas en un buen garito, pero el sueño de reminiscencia se disipa cuando no hay opción vegana y te plantan unos quicos con tu consumición.
Echo de menos la seriedad aparente. En todas partes cuecen habas, pero guardar la compostura y la apariencia es algo importante, muy british. Si la organización es un desastre, que al menos haya algo de literatura que lo encubra. En España no nos molestamos ni tan siquiera en eso, y pese a que el resultado acabe siendo el mismo, la forma sí importa. Si voy a llevar a cabo algo fuera de mis responsabilidades, que al menos aparezca en el apartado 27.4 de un documento anejo al workload del wellbeing de la ínsula Barataria. Después de quejarme amargamente de la hipocresía low cost, hasta la echo en falta.
Echo de menos iniciativas como esta, La Sobremesa. Ideas tiene todo el mundo, pero voluntad y facilidades para ejecutarlas, no. Alrededor de mí se cuecen chaladuras de diverso calibre, sueños superfluos que no han nacido y ya están muertos. No sé si es la mente utópica y quijotesca del españolito medio, pero en apenas dos meses ya he tenido oportunidad de escuchar iniciativas y planes que me han merecido el comentario interno de “respétate un poco, por favor”. En las islas que dejé atrás, las propuestas no se idean, se elaboran, y eso las acerca a la plasmación.
Aquí donde ahora me hallo no tendría la oportunidad de felicitar a cuantos han hecho posible este magazine en el que tengo el placer de colaborar. Esta ya me parece una diferencia lo suficientemente importante como para cerrar estas líneas. En definitiva, como siempre habrá algo de lo que lamentarse, prefiero hacerlo sin tener que pagar el council tax, que es un pobre equivalente de la huérfana ocurrencia que dice: “si tengo que llorar, prefiero hacerlo en un Ferrari”.
Autor: Jesús A. Zalama